Gottlob nunca arriesga. Ni siquiera en una conjetura sobre el clima. Ni vitoreando a un equipo de soccer. Pero el doble cero le suplica: "Juega aquí, Gottlob. Esta vez no te defraudaré".
Gottlob, el gélido matemático, el implacable calculador, el discípulo del asombroso Ernst Karl Abbe, el genio detrás del cálculo de predicados visita el Das Glück begünstigt die Tapferen, después de quince días de ausencia forzada. Nora, su esposa, consiguió alejarlo de ahí durante dos semanas interminables. Pero ahora Gottlob está de vuelta, cómodamente sentado junto a la ruleta. El Das Glück, piensa Gottlob, es el único lugar donde ricos, pobres, sabios, y necios le temen. Temen sus habilidades lógicas. Temen que someta a la ruleta con leyes matemáticas. Temen a un hombre que representa una amenaza al mismo concepto de suerte y a sus lamentables supersticiones. Gottlob se regocija en sus pensamientos mientras coloca sus fichas en el doble cero.
La ruleta perturba a Gottlob como el pellizco de una universitaria a un docente, como un laberinto a una rata, como las bragas femeninas a un prisionero. En cuanto tiene unos marcos en los bolsillos, se convierte en un malabarista, en un acróbata, en un entendido del engaño que realiza cualquier tipo de artimaña para salir del hogar, de las aulas, de las juntas académicas, de sus escasos compromisos sociales. Todo sea por contemplar las pirouttes de aquella bailarina turgente y voluptuosa.
Gottlob apuesta fuerte en esta partida. No le queda ni un céntimo. Arriesga hasta su última moneda. Si pierde quedará arruinado esta noche. Blasfema en silencio. Arremete contra la ruleta. La dice zorra, cualquiera, hetaira; la piensa como una meretriz aprensiva que lo atrapará una y otra vez incluso si intentara huir. Pero está enamorado de esa seductora impredecible, de esa amante caprichosa. Gottlob no puede apartarse de ella. Si pierde en esta jugada aguardará a su lado, esperará a algún jugador extranjero a quien pueda solicitarle unos marcos a cambio de un consejo de apuesta. Porque Gottlob es un experto del juego.
Gottlob es célebre en Jena. Posee reputación de oler mal, de pegarle a su mujer, de ser antisemita, de pedir prestado y deber onerosas sumas a vecinos, amigos y parientes. Tiene fama de ser un gandul, un pendenciero, un vicioso.
En la universidad su perfil no es el mejor. Sus colegas lo tildan de místico, de incomprensible, de farsante. Se burlan de los símbolos extraños de sus libros. No entienden que Gottlob ideó una nueva lógica, una inexpresable con la sintaxis aristotélica, una capaz de representar fragmentos de la realidad antes inefables.
Gottlob se ufana con sus compañeros en el Das Glück: expresar mis ideas con aquella notación antigua, es como pedirle a un mandril escribir sonetos. Las declaraciones excesivas de Gottlob llegan a sus colegas de la Universidad de Jena. Filósofos y matemáticos lo desprecian. Para los matemáticos Gottlob es un anciano sobrado de confianza, de opiniones, de amor propio. Para los humanistas Gottlob es un técnico, un simple reparador de estufas.
Gottlob se muda de la lógica hacia la filosofía y de la filosofía a la lógica desde la clandestinidad. No tiene casta. Es un maldito. Mientras más se acerca a la aritmética, piensa en la filosofía como si fuera su país de origen. Pero le sucede lo contrario al distanciarse de la matemática. En las dos áreas sus compañeros denostan sus propuestas, les parecen incoherentes, acaso insignificantes, minúsculas. Así, sin cuartel donde guarecerse, Gottlob se refugia en el Das Glück.
Allí está de nuevo, en la ruleta. Maldice a la golfa y gana con el doble cero. En la nueva vuelta apuesta al cero, al cero singular, al que no está acompañado por otro. Es todo o nada. Transpira, parece un sátiro, un tahúr, un incondicional. Pero no juega, hace filosofía, traza los límites de la realidad, deduce las leyes detrás del abur y sus números para reducir el lenguaje aritmético a uno todavía más rígido, predecible y profiláctico.
Años atrás, cuando publicó la Conceptografía, sus colegas lo despedazaron. Perciben a Gottlob como a un marinero ebrio, reacio a confiar en el timonel y a dejarse llevar por las corrientes del sentido común. Reducir la majestuosidad de la matemática a la mera lógica les parece absurdo. La mayoría de los matemáticos sostiene que detrás de los números se esconde la frágil intuición humana, la fantasía y las quimeras.
Gottlob no tolera tal imprecisión. No será gobernado por ninguna idiosincrasia carnal. La única ambigüedad aceptable es la de la ruleta. Pero esa ambigüedad también es ilusoria. Detrás de ella debe haber lógica. Gottlob piensa: si los números van a conducir mi vida entonces deberán tener reglas, principios, una estructura. Desde hace veinte años arroja migajas desde la certeza de la lógica cuando se interna en la compacta opacidad de la aritmética.
Con ese objetivo Gottlob visita el casino. Y cuando la rueda da vueltas, cuando gira furiosa como un torbellino, un huracán o una vida, Gottlob se inflama. Donde los simples ven casualidad él descubre patrones, armonía, adagios. Cuando la ruleta se detiene en un espasmo, y de una sacudida expulsa la pelotita, y esta brinca, salta, y danza sobre la cinta redonda de los números, Gottlob siente como cada uno de sus doscientos seis huesos y cada una de sus treinta millones de células bailan con ella. Si sale el cero, su número favorito, experimenta un estremecimiento, una sacudida del alma y de su miembro, un fósil en apariencia caduco y obsoleto, pero todavía capaz de erigirse y de expulsar sus propias pelotitas. La ruleta termina de girar y la bola cae. Cayó cerca. En el tres. Gottlob sonríe: mientras la rueda suene, mientras la música gire, él continuará allí, embelesado ante la gran hetaira, aunque no tenga un peso más. Pero los encargados del Das Glück, mercenarios de limitado entendimiento, no comprenden la magnitud de su presencia, son incapaces de apreciar que ahora Gottlob le proporciona consejos a otros clientes del casino a cambio unos pocos marcos, a cambio de que Gottlob tenga una nueva oportunidad de arrancarle los secretos al azar. Los gerentes del Das Glück lo tratan y echan como si estuviera pidiendo dinero.
Arruinado y sin un céntimo, Gottlob maquina en silencio mientras regresa a casa sobre cómo hacerse de las joyas de Nora. ¿Cómo hacer para que no lo descubra la orca? Nora es una fuerza desbocada e irracional de la naturaleza. No hay manera de negociar con ella. Está empecinada en aferrarse en sus miserables posesiones, incluso si eso significa destrozar el ya mancillado honor de su propio esposo. Nora es diez años menor que Gottlob, no es madre, ni tía, ni hermana. Su marido es su universo y se deteriora con cada una de las escapadas de Gottlob al casino.
Un día, mientras revisaba los papeles de su hogar, Nora descubrió unas cartas de decenas de prestamistas privados, casas de empeño, cooperativas de crédito y bancos. Encontró cartas del Thüringer Bankverein, del Jenaer Bank, del Deutsche Bank. Encontró recibos de empeño de joyas, relojes antiguos, de antigua bisutaería. Encontró una carta del Deutsche Bank analizando la propuesta para hipotecar la casa. Con sus ojos en llamas, con su imponente figura desbordante, Nora se dirigió directamente al Das Glück. ¿Otra vez por aquí, cariño? Me pregunto de dónde habrás conseguido dinero para jugar. ¿Por fin lograste vender alguno de tus libros? —ataca Nora. Oh, Nora, siempre tan perspicaz. Me sorprende que no hayas terminado la secundaria —contesta Gottlob. Ah, No fue eso. Entonces seguro le vendiste una de tus teorías a otro tonto. Alguien debería advertirles que la única teoría que dominas es la de cómo perder cientos de veces al hilo —dice Nora. No me gusta presumir, pero hoy me siento tan afortunado y puedo confesarme. Empeñé mis relojes para seguir jugando. Y gané. Oíste, Nora. Gané. Gané mucho dinero —contesta Gottlob. Te tengo noticias, querido. A veces hasta los perdedores tienen suerte. Es aleatorio. De eso se trata el juego. Para que lo compruebes te voy a llevar al asilo, ahí tienen bingo y podrás jugar todo lo que quieras con otros ancianos seniles —amenaza Nora. Anda, apresúrate, llévame y a ver quién te mantiene —ataja Gottlob. No te preocupes, mi amor, pensándolo bien no hace falta que llame a los del asilo. Tengo una mejor idea. La próxima vez que empeñes aunque sea un tenedor de la casa, no te escabullas al casino, yo misma te llevaré a la ruina. Ni siquiera vas a darte cuenta cómo —termina Nora y se va.
Aquella discusión en medio del casino, aquel intercambio entre dos pugilistas retirados terminó con Gottlob en la lona, Gottlob con las mejillas rojas, Gottlob con la cabeza gacha, Gottlob con los hombros enjutos; Gottlob convertido en la comidilla entre los perdularios del Das Glück.
A partir de entonces su relación con Nora se transformó. Nora se convirtió en una fiscal implacable dentro de su hogar, un dictador doméstico consciente de sus facultades de dominación. Gottlob reaccionaba como un tejón arrollado, la agrede ante cualquier intento de reconciliación gruñendo sin decoro. Por eso busca cualquier pleito para maltratarla con injurias y anatemas. Lo hace por frustración, pero también por pasatiempo, por experimentar algún tipo de entusiasmo. Está convertido en un descastado y un paria, está empachado de los moralismos de su mujer. Nora reacciona con la elegancia y gracia de los monstruos marinos que sólo dan coletazos y salpican cuando es necesario sumergirse en las profundidades. No es ninguna blandengue y conoce a Gottlob. Dispensa las groserías de su marido pensando que en el fondo Gottlob la quiere.
Tal vez se equivoca. A sus setenta años, Gottlob es un sabio y a veces parece solo amarse a sí mismo y a la ruleta. Si tuviera mascota ya la hubiera apostado en sus trances fulleros.
Gottlob reflexiona: soy más viejo pero también más sano que Nora. Si muere mis gastos bajarán considerablemente, quizá venda la casa y me largue a Berlín. Tal vez Ludwig se conmueva y me ofrezca un estipendio vitalicio, o tal vez la universidad…
Gottlob por fin llega a su casa y Nora sale a su encuentro. Está jubilosa, radiante y eufórica. Lo recibe con una sonrisa. Algo no cuadra. Nora lo abraza y besa con entusiasmo, sin darle tiempo de reaccionar. ¡Amor mío, qué alegría recibirte! —exclamó con una efusividad auténtica—. Recibí noticias extraordinarias. Tenemos que celebrar. Vamos, vamos, entra y ayúdame. Gottlob frunce el ceño, está desconcertado. No entiende la verborrea de su mujer. ¿Qué le va a pedir? ¿Con qué pretende manipularlo? Velas, flores y una vajilla especial adornan la mesa. Gottlob hace cuentas. No es su cumpleaños. Ni el de Nora. Si fuera su aniversario matrimonial Nora no lo celebraría así. ¿Tal vez alguien ganó en la ruleta siguiendo sus consejos y fue a dar una propina? ¿O por fin la editorial decidió publicar la segunda parte de Las Leyes de la Aritmética? ¿Pero eso le alegraría a su mujer? Nora le quita el abrigo. Le masajea la espalda. El aroma a Schnitzel y a torta de chocolate permea el comedor. ¿Qué sucede? La incertidumbre es como un gas helado inflamando los pulmones de Gottlob. Nora saca una botella de Pinot Gris y propone un brindis. ¿Qué carajo está pasando aquí? —pregunta Gottlob sin atreverse a beber. ¿Qué quieres decir, amor? ¿Acaso una mujer no puede consentir a su esposo? —responde Nora satisfecha. ¡Deja de jugar, y dime qué está pasando! —engola Gottlob. Desde por la mañana estoy flotando de felicidad. Mi ex enamorado de juventud, Friederich, querido, murió y me adjudicó parte de su fortuna —explica Nora, retorciendo la lengua. Vino un abogado muy elegante en la mañana. Friederich nunca dejó de preocuparse por mí. Tengo tantos planes para nosotros, no sé por dónde empezar. Gottlob aterriza la mirada en ningún lugar. Algo en el comportamiento de su pareja no le gusta. ¿Cuál Friederich? ¿De dónde salió? ¿Y por qué hay más platos en la mesa?, —pregunta Gottlob. Mi enamorado Friedrich, murió hace diez años, pero apenas se resolvió este caso a mi favor, no sabía ni que estuviera discutiéndose. Ya te contaré. En cuanto a la segunda pregunta, viene a cenar el padre Rudolf, y también el rector de la universidad —responde Nora con orgullo—. A los dos les prometí una cuantiosa donación a cambio de que me ayuden con ciertos asuntos, —concluye. No te creo nada del tal Friederich. ¿Qué tipo de asuntos, Nora? —pregunta Gottlob, un escalofrío recorre su espalda. Por fin te van a volver decano. Te lo mereces —Nora extiende sus inmensos brazos para abrazar Gottlob. Gottlob recula y hace un escándalo con su garganta cuando bebe un trago de vino. Mira atento a su mujer: Nora, necesito saber la verdad. ¿Qué estás planeando? ¿Qué tiene que ver el padre Rudolf con que me hagan decano? —pregunta sudando. Bueno, el padre Rudolf va a negociar con el casino para que te ayuden con esa obsesión por el juego, van a prohibirte la entrada —explica Nora con una sonrisa temblorosa—. El rector me prometió que te haría decano con la condición de darme a mí la mayor parte de tu salario mientras dejas el juego.
Gottlob se contrae, parece un resorte a punto de ser liberado. Su mandíbula se congela, se cierran sus puños, estrecha su mirada como si quisiera atravesar al cachalote con un arpón. El sonido de un automóvil llegando a su casa lo detiene. Gottlob frunce el ceño al ver el impecable acabado en negro y las llantas de acero relucientes del Packard del rector. No tiene tiempo de envidiarlo. Necesita aclarar las cosas con su mujer antes de que el rector entre. Se aleja de la ventana y se vuelve hacia Nora con determinación. Nora interrumpe sus pensamientos, se gorjea como un pavorreal, gesticula, se envanece, vaticina el fin de la vida licenciosa de su marido. Lo vigilará, por gandul, por pendenciero, por vicioso. Eres una mala mujer —asesta Gottlob. Nora lo ignora y celebra la llegada del rector. ¡Anda! afeitate la barba, embadúrnate el bigote, aseate. Hoy empiezas una nueva vida, empieza escribiéndole a tus acreedores. No puedo creer que le debas a Carl, a Gustav, a Ludwig, apenas los conoces. ¡Hasta dónde nos hundiste! Si no les escribes hoy voy a asegurarme de que en vez de que te hagan decano te manden al asilo.
Humillado, abatido, Gottlob se pregunta si la tiranía constante de su esposa es su nueva realidad. ¿Y mi proyecto? ¿Cómo investigaré los números sin la ruleta? —espeta con amargura. Oh, por favor, ¿otra vez? —Nora responde exasperada — estoy harta de tus fantasías. Te crees muy listo y te tomó setenta años publicar solo dos libros. Despierta, vivimos en un chiquero, llevas veinte años sin poder subir de cargo en la universidad. El rector toca la puerta, y Gottlob se esfuerza por encontrar la manera de persuadir a su esposa antes de que le abra. Está por decirle a su mujer que sus lectores no lo comprenden pero Nora, llena de bilis, se adelanta en esta escena repetida y sobada de su farsa matrimonial: –No me importa si tus lectores son del próximo siglo, o si la universidad está lleno de retrógrados, tu y yo comemos y cagamos en este siglo. Y aquí y en esa universidad eres un inútil. ¡Lárgate a rasurar esas barbas ahora mismo! Gottlob piensa en responderle a Nora que se rasurará las barbas cuando ella se rasure las piernas, orca inútil, pero es un caballero y no quiere provocar más al cetáceo. ¿Por qué me las debo rasurar? –replica Gottlob. Nora responde cruel: Porque te hace ver más viejo. Porque se ven sucias. Porque hieden. Mira a Bertrand, con esa tan limpia tan apuesto.
Gottlob capitula y huye a la planta superior. Nora ganó el round. Bertrand fue la primera persona en entender la investigación de Gottlob. Su comunicación inició hace un lustro. Con apenas treinta años, Bertrand le escribió desde el Trinity College para decirle que el sueño al cual Gottlob había dedicado una vida entera, era un sueño estúpido. No se lo expresó con esas palabras. Tampoco lo dijo en ese sentido. Estrictamente jamás se lo dijo. Pero con cerca de doscientas palabras escritas en un alemán prístino, enviadas como si fueran un batallón cuyo único objetivo consistiera en minar la autoestima de Gottlob, desencadenó esa concatenación de hechos llamados sino, fortuna o casualidad.
Sin proponérselo, cuando Bertrand mandó esa carta revelando una procaz inconsistencia desprendiéndose del higienizado sistema lógico de Gottlob, éste apenas recibía la muestra impresa de una segunda parte de Las leyes de la aritmética, el manuscrito que ninguna editorial había querido imprimirle desde hacía veinte años. Al leer la carta, inaccesible y críptica para muchos, Gottlob demuda. Se descompone. La comprende de inmediato. Bertrand, el célebre jóven filósofo del Reino, está anunciando el final del programa de investigación filosófica de Gottlob. Bertrand, el filósofo de la nobleza, ridiculiza a Gottlob por haberse dedicado tantos años a un problema mal planteado. Bertrand, la promesa de Cambridge, tal vez inconsciente, tal vez sin proponérselo, quizá sin saber las consecuencias de sus palabras, se burla del viejo, del empobrecido y del postergado Gottlob. Gottlob apenas puede sostenerse cuando termina de leer la misiva. Semanas después conoció el Das Glück.
“Estimado colega: Desde hace un par de años me enteré de tus Leyes de la Aritmética, aunque sólo he tenido la oportunidad de estudiarlo en profundidad en los últimos meses. Suscribo por completo con varios de los puntos principales que planteas, como tu rechazo hacia cualquier explicación psicologicista en la lógica, o el valor que le das a una notación conceptual para los fundamentos de las matemáticas y la lógica formal. En mi propio trabajo, también formulo estas conjeturas. Al leerte me siento como si charlara con un buen amigo, ya que no he encontrado esta postura en ningún otro artículo o libro de lógica. Además, coincido contigo en que la aritmética y la lógica son difíciles de distinguir entre sí. Pero, por desgracia, me topé con una contradicción que hace imposible mantener esta posición que tanto me gusta. Permíteme ilustrarlo con el siguiente ejemplo: consideremos el predicado "w" que denota un predicado que no puede predicarse de sí mismo. La pregunta es: ¿puede "w" ser un predicado de sí mismo? Si respondemos afirmativamente, nos enfrentamos a una contradicción. Pero si respondemos que no, también llegamos a una contradicción. Por lo tanto, debemos concluir que "w" no puede ser considerado un predicado. Aplicando este razonamiento al concepto de conjuntos, no puede existir un conjunto que contenga en su totalidad a todos los conjuntos que no son miembros de sí mismos. Esta conclusión nos lleva a entender que en ciertas circunstancias, un conjunto definible no puede constituir un conjunto completo. Espero puedas aclarar mi preocupación y podamos continuar discutiendo este fascinante tema.
Atentamente,
Bertand.
P.D. Ya tengo tu otro libro, La conceptografía, si eres autor de algún otro por favor mándamelo. O tus artículos. Lamento haberme enterado de ti hasta ahora.
Gottlob se arrastra al baño recordando la carta. Piensa: sin ruleta no tengo posibilidad de vindicarme. Cansado, refunfuña y toma la navaja para comenzar a cortar sus barbas. De tener a Bertrand enfrente lo degollaría. También a Nora. Al hundir el metal en sus poros, respira y percibe que en la hoja de acero de la navaja se ilumina un hilo de sangre. Recuerda una noche de su niñez, y la culpa edulcorada al arrojar con todas sus fuerzas una piedra contra la ventana de su propia casa. Ese placer se mantuvo intacto ante las recriminaciones de sus padres. Piensa si tendría las agallas de terminar con su propia vida. O al menos la de alguien más. Por supuesto que no. Decepcionado lanza la navaja contra la pared. El ruido del metal chocando contra la cerámica lo saca de sus pensamientos. Hunde la cara en sus manos mojadas, y se enjuaga la espuma. No quiere ser un fracasado. Jamás. Trabajó mucho durante toda su vida. Recoge la navaja y detalla su afeitado. Se limpia y suspira ruidosamente. Se mira en el espejo y encuentra el rostro de un anciano exhausto, decrépito, perdido. Sus ojos parecen cavernas y las mejillas están flácidas. No es el mismo de hace unos años. Escucha a Nora, apresúrate cariño, ya llegó el padre Rudolf.
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