2. El primer Ludgiw

 Capítulo II:  El primer Ludwig 






Desdeńando todos los placeres y visitas de la élite, las conversaciones con Freud o Mahler en la casa familiar, la fortuna de sus padres, los vinos de Rhengau, la comida típica de Baviera como el Schweinshaxe o el Leberknödel, Ludwig corre hacia un encuentro pospuesto. Se dirige hacia un rendez vous al que asiste con su honor malherido, con su cuerpo lesionado pero —se rumora en Cambridge— su cueva rectal, su caverna anal nunca antes mejor manipulada. Ludwig, con un elegante uniforme militar, con una expresión seria y decidida, corre entre el bullicio de balas y explosiones. Salta, esquiva, rueda como tejón, como un cerdo landrace intentando salir del fango, o más bien como si se tratara de un héroe épico, porque más que un filósofo o un estulto, Ludwig es un personaje trágico. 


No hay que confundirse. Ludwig no lucha por la grandeza de Austria ni del Imperio Alemán. No se deja llevar por el odio hacia los franceses, ingleses y rusos ni por su devoción por el Archiduque Fernando. No, Ludwig es simplemente un doctorante erudito y cultivado de Cambridge. Es un ingeniero que desertó de la aeronáutica para dedicarse a la filosofía, y que después abandonó la filosofía para asistir a una cita mucho más importante: un encuentro con la muerte.


Con su reluciente Steve-Mannclicher de diez tiros en mano, Ludwig no se engaña a sí mismo. No ataca ni se defiende, sólo desea un memento mori, disfrutar de esa danza con la doncella macabra antes de transitar al reino de las sombras. 


Sería tan inapropiado entregarse a la muerte sin rodeos como lo es manchar una idea con un argumento, una conversación con una caricia, un verso con una explicación. Aunque anhela morir, a pesar de que cada día es el primero en ofrecerse como voluntario para explorar el frente y rescatar a los heridos, cuando Ludwig recorre la zona de guerra intenta esquivar la muerte a toda costa. A veces parece emular a bailarines de vodevil, al joven Fred Astaire, pero sin música, ritmo ni gracia; parece confundir el campo de guerra con una comedia músical, parece bailar un vals moderno y descompuesto que sólo él escucha; y aunque hace las delicias de los espectadores, sus compañeros de armas lo observan cuestionando la cordura de Ludwig en medio del sinsentido de la guerra. 


Y cuando el sonido de un proyectil susurra en sus oídos, zzzz, Ludwig se pasma. Muestra una expresión que por poco les arranca la última carcajada a los moribundos del campo. Entonces con una mueca que en una comedia musical sería un éxito, Ludwig lanza una frase qué resume sus más profundos tratados: ¡Joder! ¿Cómo es que estoy de vuelta aquí?


¡Cuidado! Una mina explota a dos metros de él. Ludwig se tambalea cual pugilista vapuleado, parece un murciélago torpe y sordo estrellándose en la catedral de Stephensdom. Sus enemigos se preguntan cómo ese individuo consigue sobrevivir, de qué modo aquella muñeca de porcelana sortea las balas de la vida, cómo lo logra incluso antes de la Gran Guerra. Ludwig se pregunta lo mismo. Ya no está seguro de que invocar a la muerte haya sido una idea bella, valiente, digna; y exclama, !Verddammt!, ¡Scheiße! 


Pero, infelizmente, la muerte ya lo escuchó y camina hacia él, no en la forma precipitada de una bala insulsa e insípida, sino como un conglomerando de células malignas atesoradas en su intimidad, un pelotón de átomos nocivos incubando un cáncer que inflamará su próstata, provocándole punzadas cerca del orto, micciones entrecortadas luego, para finalmente llevárselo de manera paulatina y dolorosa dentro de en un par de décadas. ¡Así es la vida de Ludwig, un personaje trágico!


Ahora que recuperó el aplomo y con todos los arrestos que es capaz de reunir, con más velocidad que un colibrí evitando un disparo, con más bravura que un gato en una cuerda floja, Ludwig recorre la zona de combate buscando a quien darle la última gracia. Atraído por las desesperadas e implorantes súplicas de los moribundos, Ludwig se plantea si aquellos hombres al borde de la muerte comprenderán que sus gimoteos, sus alaridos y sus lamentos son insustanciales, carentes de significado para él y para la realidad misma. 


Con una mezcla de recuerdos dolorosos del Fiordo de Noruega y de las conversaciones memorables en un pequeño bote con Charles, con algo de rencor a aquel hombre que lo traicionó, Ludwig ha decidido ser quien lleve paz a los derrotados por la guerra. Para eso carga el fusil. Esta vez dispara dos veces a un compañero herido pero quizá no del todo desahuciado. Ya sólo le queda una sola bala, así que intenta regresar a la trinchera. 


Ludwig, con veinticinco años, se enfrenta a un dilema que lo rebasa. Tres de sus hermanos tuvieron el coraje para darle fin a sus vidas. Él no se atreve a seguir sus pasos. Lo más que logró fue enlistarse para la Gran Guerra. No debería desesperarse, la muerte aguarda en el horizonte, pero sabe que Ludwig tiene una naturaleza metódica. Conviene obligarlo a practicar con aquellos que han caído en batalla.


Ludwig, con su coraje a cuestas, consigue llegar a la zanja. Allí lo recibe Fratz, su superior, al parecer el único colegionario vivo. Ludwig le explica que tienen que huir. El enemigo les pisa los talones. Llueve. Hay lodo y fango en el camino y la ruta será tortuosa. 


Corren sin muchas esperanzas y vislumbran una caverna. Es poco probable que el enemigo no los descubra. Dejaron huellas en el camino. No hay ni un compañero cerca. Los dos esperan un milagro. 


Fratz, con una mueca de júbilo en su rostro, con un tono impaciente y desorbitado dice: Recuerda lo que les pedí. Pero antes hazme el favor de esta vez usar tu munición para sacarles la contramierda a los maricones…", Ludwig vacila. Algo en la mirada de su superior le hace recordar a Bertrand. Entonces interrumpe la diatriba de su compañero dándole un tiro en la frente. La sangre de Fratz es negra porque siempre estaba enojado.


*


A pesar de las miradas burlonas y suspicaces de los habitantes de Sogn, Ludwig y Charles están decididos en construir una cabaña a los pocos kilómetros de aquel caserío de Noruega. Los aldeanos predicen que esos dos varones, remando en un bote sobre las heladas aguas del Lusterjorden, paseando con tal complicidad y desvergüenza, fraguan ásperas e inclementes escaramuzas para sus noches, y provocarán la ira de Odding, Thor y Frigg. 


Mientras los pueblerinos se ríen de esa alianza y desfachatez, de esa arriesgada y despreocupada unión, Ludwig planea algo mucho más ambicioso de lo que esas minúsculas almas suponen: desentrañar los secretos de la realidad. Ludwig escapó de la influencia intelectual de Cambridge para descubrir la estructura lógica que subyace a la lógica misma. Para desentrañar no sólo la estructura de la realidad, como Bertrand o Gottlob, sino la estructura de la estructura de la realidad. Al menos, eso es lo que le dijo a su mentor.


Pero Bertrand sabe que esa no es la verdad completa. Bertrand entiende que el interés de su pupilo va más allá de la contemplación de las verdades lógicas. Para Bertrand, Ludwig está sumergiéndose en una especie de espeleología, explora y registra un pozo oscuro y desconocido, y lleva la lógica aristotélica a nuevas profundidades. Bertrand se imagina a Ludwig: se adentra en una gruta sin iluminación guiado solo por su instinto y por su curiosidad insaciable, concentra lo mejor de sus capacidades como si investigara las subterfugios de la realidad, aunque lo único que explora son las catacumbas rectales de Charles. 


Bertrand también reconocía que en sus tiempos libres Ludwig estudiaría lógica. Reconocía que su pupilo era un dotado. 


“Querido Bertrand: la más grande pregunta de la lógica y su problema fundamental es cómo crear un sistema de signos que permita hacer de toda tautología recognoscible” 


Bertrand recibe esos telegramas convencido de que Ludwig ignora que le había escrito en sueco. Lo único que comprendía es que no le entendía nada al maricón ese, y así se lo hacía saber a medio Cambridge, con desdén.


Bertrand apostaba a que Ludwig estaría pronto de vuelta. No había nadie que lo soportara por tanto tiempo y Charles no sería el primero. Conocía los ataques nerviosos de su alumno, sus sudores fríos, sus berrinches y maldiciones provocadas por cualquier cosa. 


Todavía recordaba cómo pocos meses atrás, cuando por el problema de los nervios un loquero le prohibió a Ludwig beber café. Su alumno, al darse cuenta de que carecería de ese néctar de los elegidos, de esa ambrosía de los titanes, de esa esencia de los dioses, alardeaba y vociferaba que algo más grande que él conspiraba en su contra, afirmaba que la existencia carecía de sentido, e incluso lloraba sólo por el recuerdo que le provocaba el aroma de un expreso. Encima, Ludwig tenía la costumbre de interrumpir apenas uno intentara decir algo. 


Las primeras interrupciones que Bertrand empezó a lamentar fueron las de su sueño, pues Ludwig aparecía en su puerta inoportunamente en las madrugadas. Este, obsesionado por encontrar respuestas y explicaciones, indiferente a cualquier voluntad ajena, irrumpía en la casa de Bertrand con un torrente de palabras, de cuestiones deshilvanadas, de preguntas que no buscaban respuestas, ni explicaciones sino sólo quien las recibiera.


Después de meses de esas visitas, Bertrand comenzó a sentirse atrapado en una prisión de noches seccionadas, de descanso intervenido, de sueños escindidos. Pero a pesar de la tensión creciente Bertrand no negaba que las madrugadas que escuchaba las obsesiones de Ludwig tenían algo de fascinante. Y no porque se adentrara en un laberinto intelectual sin fin, o porque lo encaminaran en un sendero donde cada rincón llevara a nuevas preguntas y cada respuesta ofreciera un nuevo universo de posibilidades. No, en realidad era porque escuchar a Ludwig en ese estado era similar a leer una comedia, un espectáculo teatral de exageraciones y de teorías descabelladas que a Bertrand lo desternillaban de risa. 


Con una habilidad teatral innata, Ludwig lograba bajo cualquier pretexto convertirse en el príncipe de la miseria. Bertrand, aficionado subrepticio a las novelas baratas, al dramatismo gratuito, a los libros de bolsillo, quedaba fascinado por esos pataleos infantiles, por esas rabietas aristocráticas y excesos bufonescos. Era como si la vida de Ludwig fuese una obra de teatro que Bertrand hubiera escrito en sueños, se trataba del tipo de trama sentimentaloide que enganchaba a las criadas que Bertrand tuvo y deseaba desde su infancia, era el tipo de historias que fascinaba a sus cocineros, sirvientes y a aquellos hombres de a pie que jamás se interesarían en los insondables tratados matemáticos que en ese entonces escribía Bertrand. 


Tiempo después se lamentaría de esa afición. Las noches se convirtieron en una volado donde Bertrand apostaba su sueño y su salud. La interminable búsqueda de explicaciones y atención de Ludwig era un río caudaloso que desbordaba su camino arrasando con todo. Bertrand no tenía donde guarecerse. La invasión nocturna de Ludwig y su afán por encontrar misterios se convirtió en una rutina insufrible para Bertrand. 


Eso sin mencionar la famosa manera de interrumpir de Ludwig. Hablar con él era resignarse a escuchar un monólogo victimista. Era quedar atrapado en una función cinematográfica donde Ludwig era el único actor. Intentar conversar con él era pretender desviar a un tren desbocado con una tímida señalética, era caer en un agujero negro. Ante cualquier intento de intervención de Bertrand, Ludwig alzaba la voz, hacía temblar las paredes con sus olas de quejas y exigencias hacia la vida. La apabullante avalancha de lamentaciones, la infinita lista de reclamos del joven austrohúngaro golpeaban a Bertrand como un granizo de piedra, como una tempestad de moscas, era imposible mantener la cabeza a flote en esa balacera de maledicencias. Las noches en que Ludwig lo visitaba se convirtieron en una tortura sonora, una auténtica prueba de aguante. Tras meses de visitas de su pupilo, Bertrand insomne, irritable y desfallecido era incapaz de articular un pensamiento claro. 


Bertrand comprendió que necesitaría ayuda profesional para manejar a su alumno cuando, tras una larga discusión teórica en el aula, Ludwig, con un gesto imparcial insistió en resolver la controversia en el tatami de lucha grecorromana. Propuso organizar la pelea, promocionar y vender boletos entre los alumnos. Perplejo, Bertrand intentó razonar con él, pero Ludwig alzó los decibelios, alcanzó una nota alta y sostenida y con un fortissimo interrumpió los razonamientos de Bertrand en ese primer asalto de la pelea que ya consideraba granjeada. Ideas tan bellas como las que discuten ameritan defenderse a puño limpio. 


Al final, Bertrand logró convencerlo de lo delirante de esa idea. Pero cuando Ludwig se tranquilizó y se fue, Bertrand le habló al departamento de psiquiatría de Cambridge, obligando a Ludwig a pasar revista semanal bajo la amenaza de ser expulsado. 


Además de concluir que su alumno necesitaba un loquero, Bertrand, con toda su rigurosidad deductiva, con toda su precisión lógica, comprendió que más que a un psiquiatra lo que Ludwig necesitaba era un mástil insertado en el orto. Porque ese Ludwig era joto, un joto  incorregible, pero pudoroso y avergonzado consigo mismo, incapaz de reconocer su jotería. Un marica que quería atención y no una disputa cuerpo a cuerpo, sino un cuerpo que le abriera el reducido. 


A veces Bertrand se preguntaba si esas noches cuando Ludwig lo visitaba no tenían más objetivo que una felatio a fortiori. Decidió no ceder más a las acometidas nocturnas de su alumno, terminar con esa rutina insufrible y no abandonarse más al placer de escuchar los infortunios existenciales de Ludwig. Pero también decidió ayudarle a que lo desquintaran. Arreglándose con Charles, un marginado social, un conquistador que de acuerdo a las criadas de Bertrand tenía la reputación de tener un miembro gigantesco y hermoso, Bertrand ideó un plan para que este sedujera y le otorgara la felicidad anhelada a su amigo Ludwig. Bertrand, ingenioso como siempre, convenció a su alumno de suspender las visitas y reemplazarlas por caminatas nocturnas. En algunas de esas noches incluso lo acompañaría. De este modo logró evitar su acoso y darle la oportunidad de toparse con Charles. 


Y así sucedió. Incluso medicado e intoxicado, sin la cafeína latiendo en su torrente sanguíneo como un tambor furioso, las noches de Ludwig eran como una enfermedad interminable, un laberinto sin salida, una castigo a cadena perpetua. Las caminatas le permitieron amainar sus tormentos. De pronto Ludwig ni siqueira sentía necesidad de que su maestro lo acompañara. Empezó a sentir que podía encontrar por sí mismo cualquier respuesta. En una de esas noches conoció a Charles. 


Es un misterio por qué Charles y Ludwig compaginan. Para algunos los dos personajes se enredaron en un romance retorcido; para otros, Charles no es otra cosa sino una más de las obsesiones asexuales de Ludwig. Hay quienes dudan que Ludwig sea capaz de experimentar amor. Bertrand, quien lo conoce mejor, lo sabe capaz de tener sentimientos ardientes, aunque oscuros y perversos. Pero tiene la esperanza de que esas emociones se desvanezcan en cuanto conozca el afamado obelisco de Charles. 


Bertrand calcula que el encuentro entre esos dos personajes no se prolongue más de algunas de noches. Ese es el trato con Charles. Y confía en la inestabilidad de Ludwig. Pero se equivoca. Charles encontra a Ludwig cautivante debido a su aire aristocrático y comportamiento místico, una personalidad completamente diferente a la de sus clientes habituales. Ludwig, agotado de la pedantería de los profesores y alumnos de Cambridge, del aire pretensioso y de superioridad que tanto lo irrita, lo seduce la astucia y sagacidad de Charles, su inteligencia propia de la calle. Su pasión por el Jazz.  


La improbable relación se prolonga por meses. Ludwig parece renacido. A juzgar por su entusiasmo, su alegría y su recién adquirido puesto de profesor, parece que la vida finalmente encuentra un rumbo prometedor. Incluso, en contadas veces, Bertrand se da licencia de pensarlo como alguien emocionalmente estable. 


Pero la mayoría del tiempo, Bertrand sopesa otra hipótesis. Mientras observaba cómo se desarrollaba y se intensificaba la relación entre Ludwig y Charles, a menudo consideraba la posibilidad de que hubiera una motivación detrás de su unión. Es como si ambos tuvieran un plan elaborado para estafar al otro, y Bertrand se preguntaba si alguno de ellos era lo bastante tonto para dejarse engañar. Bertrand no sabía con certeza el propósito que Ludwig tenía al manipular a Charles, pero Charles parecía estar interesado en obtener un beneficio económico de Ludwig. Bertrand no podía evitar sentir curiosidad por el desenlace de esa relación, y se preguntaba cuál de sus dos hipótesis sería confirmada. 


Una madrugada Ludwig interrumpe en la casa de Bertrand. Anuncia que renunciaría a su posición en Cambridge y se mudará a Skjolden, un alejado pueblo noruego cerca de un fiordo. El plan incluía la compañía de Charles y terminar el manuscrito de su tesis doctoral sin las distracciones de las clases ni las amistades académicas. Su más anhelada obsesión, le comunicó a Bertrand, era contemplar la red que subyace al universo lógico. Y cuando Ludwig hablaba de contemplar la realidad lógica lo hacía literalmente, pues inspirado por Gottlob, no creía que la lógica fuera una simple ocurrencia en las cabezas de las personas, sino algo con sustancia en la realidad. 


Sin abrir la puerta, desde la ventana Bertrand le advirtió que perdería su puesto de profesor si se iba de súbito. Ludwig le dijo que le importaba poco, que estaba convencido de poder desentrañar los secretos a la lógica sin más ayuda que su ingenio, que Cambridge prostituía sus ideas. Bertrand le dijo que el único que se prostituía ahí era Charles y que ese dato eran tan conocido como las fábulas de los hermanos Grimm.  Ludwig le dijo que no le importaba. Bertrand le dijo que estaba loco. Ludwig le contestó que al menos no era una ameba sin pasiones como él, y se fue. 


Bertrand estaba familiarizado con la personalidad de Ludwig. Pensaba que lo único que iban a desentrañar y desmenuzar ahí era el poto de Charles. Y así se lo hizo saber a George Edward y al resto de sus amigos en Cambridge. Apenas alguien le preguntaba por su alumno, lo primero que hacía Bertrand era deslizar comentarios suspicaces, hablaba de las excentricidades y la personalidad impulsiva de su Ludwig, hablaba de su capacidad sobrenatural para cambiar de opinión con una frecuencia alarmante, hablaba su aparente amorío con un estafador. 


Antes de decidir dedicarse a la filosofía, Ludwig estudiaba aeronáutica en Manchester. Al preguntarse en qué se fundamentaban las matemáticas, encontró un artículo de Gottlob. El joven Ludwig de aquel entonces quedó sorprendido por las ideas del más extraño y excéntrico de los filósofos de las matemáticas y la lógica. Inició una correspondencia con él que se extendería por años. 


Gracias a la conservación de las cartas de Gottlob por parte de Ludwig, se ha desenterrado un tesoro de información sobre la enigmática y profunda relación intelectual entre ambos. Gottlob no perdía oportunidad para hacer apelaciones lastimeras y solicitar algún tipo de compensación por parte de Ludwig, y hay evidencia de que Ludwig le mandó cantidades generosas. Pero no hay evidencia de que Ludwig exigiera alguna devolución, ni siquiera una disculpa por la falta de cumplimiento. Además, las respuestas de Gottlob indican que al inicio de su correspondencia Ludwig lo admiraba y buscaba su orientación. En respuesta Gottlob lo recomendó y mandó con Bertrand, con quien sostenía correspondencia. 


Del lado de Gottlob no se encontraron las cartas de Ludwig. Pero con las cartas de Ludwig es suficiente para extraer más datos interesantes de su intercambio conceptual. Por ejemplo, se infieren críticas de Ludwig al trabajo de Gottlob, y se leen juicios de Gottlob al trabajo de Ludwig. Durante el final de la estancia de Ludwig en Noruega tuvieron una riña que culminó en el enfriamiento de su relación epistolar. 


En este periodo Ludwig también sostuvo una relación epistolar, aunque intermitente, con Bertrand. A quien se acercó más fue a George Edward, amigo íntimo de Bertrand. Cuando George Edward recibía una carta de Ludwig, corría con Bertrand para comentarla y reírse nerviosamente del desequilibrio emocional de su amigo. 


A través de la correspondencia con estos tres personajes es posible reconstruir lo que pasaba en la cabeza de Ludwig en sus tiempos del fiordo: a Gottlob lo agobiaba con nuevos dilemas matemáticos, a Bertrand con acertijos lógicos, y a George Edward con su situación sentimental y emocional. 


En cada una de sus cartas Ludwig se mostraba cada vez más irritado por la percepción de que nadie lograba comprenderlo adecuadamente. 


*


En uno de los extremos de Sognefjold, el paisaje del fiordo noruego se presenta como una verdadera obra maestra. La laguna de Eidsvatnet desemboca en una lagunilla conocida como Lustrafjord, cuyas aguas cristalinas reflejan con nitidez la imagen de dos personas disfrutando un café matutino. Parecen aldeanos en una pintura de Monet. En el fondo, se vislumbran las manchas rojas que corresponden a los techos de las casas de la pintoresca villa de Sogn.


Ludwig y Charles disfrutan del almuerzo. Charles empieza a hablar sobre su infancia y su experiencia como estafador callejero. Justo cuando describe su mejor estrategia para robar carteras, Ludwig lo interrumpe:


"¡Espera un minuto! ¿De verdad eres un estafador? ¡Eso es una noticia sensacional! ¿Por qué no lo mencionaste antes? ¡Es increíble!"


Charles frunce el ceño y suspira. "Sí, Ludwig. Ya lo mencioné antes. No es la primera vez que te lo digo".


Ludwig se disculpa, y sonríe avergonzado. "Lo siento, Charles. Me emocioné un poco".


Charles sacude la cabeza y deja de contar su historia. Su paciencia se agotó. Ludwig lo arrastra a un agujero emocional. Las crisis nerviosas de su amigo, los alzamientos de voz, su metodología puntual para realizar cualquier tarea, es insoportable. Encima, ante cualquier disputa Ludwig amenaza con arrojarse a las profundas y gélidas aguas del Lustrafjord. 


No es fácil para Charles abandonar a Ludwig. Dejarlo aislado y vulnerable es como dictar una sentencia de muerte. Pero lo hace. Tras su regreso a Cambridge, Charles se apresura a buscar a Bertrand para sacar a Ludwig del fiordo. 


Pocos días antes de salir para Noruega, Bertrand recibe un telegrama de Ludwig. Su alumno anuncia que tiene la intención de pelear en la Gran Guerra. No lo hará del lado de los ingleses, sino de los austrohúngaros, quienes, sostiene, venera y admira con una entrega y reverencia parecida a una obsesión. 







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