Epistemología 7.3 Idealismo



El
idealismo es la postura filosófica que niega la existencia de un mundo externo independiente de la mente. Según esta concepción, lo que llamamos “mundo” no es algo que exista fuera de la experiencia, sino algo que se constituye a través de la percepción misma.
En otras palabras, no percibimos un mundo que existe con independencia de nosotros, sino que el mundo es el resultado —o el conjunto— de nuestras experiencias perceptuales.

El principal representante de esta corriente es George Berkeley (1685–1753), quien formuló la célebre máxima:

Ser es ser percibido” (esse est percipi).

Berkeley, al igual que Locke y Hume, fue un empirista, es decir, consideraba que todo conocimiento proviene de la experiencia. Pero a diferencia de ellos, llevó el empirismo hasta una consecuencia extrema: si todo conocimiento depende de la percepción, y solo tenemos acceso a nuestras percepciones, entonces no hay sentido en hablar de un mundo que exista fuera de la percepción.

Así, el idealista no niega que haya un mundo, sino que redefine qué significa “mundo”: no es una realidad independiente, sino un conjunto de apariencias ordenadas por la mente.

Sin embargo, esta conclusión tiene consecuencias radicales. Si “ser es ser percibido”, ¿qué sucede con los objetos cuando nadie los percibe? ¿Dejan de existir?

El idealismo, en su forma más simple, parecería implicar que si un árbol cae en el bosque y nadie lo ve, entonces no ha caído realmente, porque no hay percepción alguna de ese hecho.

Esto lleva a una visión inquietante y cercana al escepticismo, ya que reduce el mundo a lo que aparece, eliminando toda referencia a una realidad externa.

Berkeley, consciente de este problema, intentó resolverlo introduciendo la idea de un Dios omnipresente y omnisciente. Dado que Dios percibe constantemente todo lo que existe, el mundo no deja de existir cuando los humanos no lo perciben. De esta forma, Dios garantiza la continuidad y coherencia del mundo, incluso en los intervalos en los que no hay observadores humanos.

Esta solución, por supuesto, depende de una teología subyacente: sin Dios, el idealismo se ve empujado hacia un escepticismo aún más profundo, en el que la existencia misma del mundo se disuelve en la percepción individual.

En otras palabras  el idealismo responde al problema del mundo externo negando su independencia:
no hay una realidad fuera de la experiencia, sino una realidad hecha de experiencia.
Para el idealista, lo que existe —el mundo, los objetos, los colores, los sonidos— es inseparable del acto de percibir.

Pero esta solución, aunque elegante, reformula el problema del conocimiento: en lugar de preguntarnos cómo accedemos al mundo, el idealismo redefine el mundo mismo como algo mental o perceptivo.


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