Contra la interpretación: Sontag y la erótica del arte



 


En defensa del arte antes de que tuviera que defenderse

En defensa del arte antes de que tuviera que defenderse

En Against Interpretation (1964), Susan Sontag recuerda algo que hoy resulta casi extraño: hubo un tiempo en que el arte no tenía que justificarse. Las pinturas rupestres, los rituales de danza o la música primitiva no pedían ser explicados. No estaban ahí para “significar” algo, sino para producir un efecto. El arte actuaba. No argumentaba.

Esa relación directa con la experiencia empieza a resquebrajarse cuando el arte entra en el territorio de la filosofía. Platón es quien inaugura el problema: desconfía del arte porque lo considera una imitación del mundo sensible, que a su vez ya es una copia de las Ideas. El resultado es una “copia de la copia”, sin valor cognitivo y potencialmente peligrosa. Aristóteles intenta rescatarlo, pero lo hace sin abandonar del todo el marco mimético: el arte sigue siendo imitación, aunque ahora con una función positiva, terapéutica, ligada a la catarsis.

Para Sontag, ahí se fija una herencia difícil de sacudir. Durante siglos, pensar el arte en Occidente ha significado pensarlo como representación. Incluso cuando la modernidad rompe con la figuración clásica, la lógica se mantiene: ya no se dice que el arte imite la realidad externa, sino que expresa la interioridad del artista. Cambia el objeto, pero no el esquema. Se sigue buscando “contenido”.

¿Contenido primero?

El problema, según Sontag, es que esta obsesión jerárquica —contenido primero, forma después— empobrece la experiencia estética. Hablar de contenido no es neutral: introduce una forma de mirar que trata a la obra como un mensaje cifrado, algo que hay que descodificar. En una frase famosa, Sontag llama a esta idea un “obstáculo” y un “sutil filisteísmo”. Dicho sin rodeos: pensar así el arte nos vuelve torpes como espectadores.

Lo curioso es que incluso quienes creen estar del lado del arte suelen reforzar ese gesto. Críticos, teóricos e intérpretes parten de la misma sospecha: debe de haber algo detrás de la obra. Algo que no se ve a simple vista y que espera ser traducido. De ahí nace lo que Sontag llama interpretación, entendida no como comprensión básica, sino como una operación más agresiva.

Interpretar, en este sentido moderno, es forzar a la obra a decir lo que “en realidad” quiere decir. Es sustituir su presencia por un discurso paralelo. Sontag llega a hablar de violencia: la obra es reducida a un esquema manejable, a una tesis, a un diagnóstico. Donde había experiencia, aparece el comentario.

Esta práctica no surge de la nada. Sontag recuerda que la interpretación aparece cuando los mitos dejan de ser creíbles. Los relatos antiguos ya no podían tomarse literalmente, pero tampoco podían descartarse sin más. La solución fue leerlos alegóricamente. Los estoicos reinterpretaron a los dioses; Filón convirtió las historias bíblicas en lecciones espirituales. La interpretación funcionó como una estrategia de salvamento.

En la modernidad, esa estrategia se radicaliza. Freud y Marx convierten la interpretación en método general. Nada es lo que parece: todo fenómeno visible remite a un contenido latente, reprimido u oculto. Comprender pasa a significar desenmascarar. Sontag no niega la potencia intelectual de este gesto, pero sí su efecto acumulativo sobre el arte.

Aquí aparece una de sus metáforas más duras: la interpretación como venganza del intelecto sobre el arte. La imagen es suya, pero resulta difícil no reconocerla hoy en muchos hábitos culturales. Interpretar, explicar, contextualizar sin descanso se parece a veces a ponerle guantes a una obra para no tocarla directamente. No se la elimina, pero se la vuelve inofensiva.

Sontag observa este fenómeno en la crítica contemporánea. Kafka se convierte en una alegoría de la burocracia o de la culpa religiosa; Beckett, en un tratado sobre la alienación; Tennessee Williams, en un síntoma de decadencia cultural. La obra desaparece detrás de lo que “representa”. Se vuelve manejable, previsible, casi educada. Pero, advierte Sontag, el verdadero arte no debería tranquilizarnos.

Cuando el arte deja de incomodar, algo se pierde. La interpretación constante no es una forma de respeto, sino una manera de neutralización. Es una forma de no enfrentarse a la obra en su materialidad, en su energía, en su extrañeza.

¿Propone Sontag entonces abandonar toda reflexión? No exactamente. Lo que defiende es un cambio de actitud. En lugar de buscar significados ocultos, habría que atender a la forma: al ritmo, a la textura, a la organización sensible de la obra. La buena crítica no sería una hermenéutica, sino una descripción cuidadosa de cómo la obra es lo que es.

Por eso valora ciertos análisis formales y ciertas artes que resisten mejor la interpretación. La pintura abstracta, el pop art, la poesía moderna, y sobre todo el cine. Para Sontag, el cine conserva algo que otras artes han perdido: una intensidad inmediata, sensorial, que no necesita ser traducida al lenguaje conceptual para operar.

De ahí su irritación ante el espectador que busca símbolos fálicos o alegorías cerradas en películas como Marienbad o El silencio de Bergman. Para Sontag, ese gesto no revela profundidad, sino una incapacidad de ver. Interpretar demasiado es, a veces, no haber mirado lo suficiente.

El diagnóstico final es amplio. Vivimos en una cultura saturada de discursos, explicaciones y opiniones. Vemos mucho, pero percibimos poco. La interpretación excesiva actúa como una anestesia: protege, pero también insensibiliza.

Por eso su llamado final tiene algo de terapia. No necesitamos más significados, sino una recuperación de los sentidos. Aprender a ver más, a oír más, a sentir más. El crítico no debería añadir capas, sino despejarlas. No más hermenéutica, propone Sontag, sino una erótica del arte: una forma de volver a dejarnos afectar por lo que las obras hacen, antes de preguntarnos qué dicen.



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