El Problema de Otras Mentes
ritchard parte de algo que normalmente ni siquiera nos cuestionamos. En la vida diaria tratamos a los demás como si tuvieran mente: creemos que sienten dolor, que entienden lo que decimos, que actúan movidos por creencias y deseos más o menos parecidos a los nuestros. Nada de esto parece problemático… hasta que uno se detiene a pensarlo con calma.
Porque, estrictamente hablando, nunca vemos la mente de otra persona. Lo único a lo que tenemos acceso son cuerpos en movimiento: gestos, palabras, reacciones más o menos previsibles. A partir de ahí damos un salto —casi automático— y asumimos que detrás de ese comportamiento hay experiencias internas. Pero ese salto es una inferencia, y toda inferencia puede fallar.
Esto recuerda a Blade Runner. Los replicantes hablan, recuerdan, sufren y hasta parecen temer a la muerte, pero el núcleo del conflicto es precisamente ese: ¿hay alguna prueba definitiva de que “por dentro” haya algo más que una simulación perfecta? La película dramatiza de forma muy eficaz una inquietud que, en filosofía, aparece formulada de manera mucho más seca.
El problema aparece con toda su fuerza cuando se formula la pregunta incómoda: ¿qué nos garantiza que los demás no son simples autómatas extremadamente sofisticados? ¿Qué diferencia observable habría entre una persona consciente y un “zombie filosófico” que se comporta exactamente igual, pero sin vida mental alguna?
El argumento por analogía
Una respuesta clásica a este desafío es el llamado argumento por analogía, que suele asociarse a John Stuart Mill. La idea es bastante sencilla. Yo sé, con total seguridad, que tengo mente. También sé que, en mi caso, ciertos estímulos van acompañados de experiencias internas: cuando me quemo siento dolor; cuando me hacen cosquillas, me río; cuando recibo malas noticias, me entristezco. Ahora bien, observo que otras personas reaccionan de maneras muy parecidas ante situaciones similares. La inferencia parece natural: si el comportamiento es comparable, quizá también lo sean los estados mentales que lo acompañan.
Formulado de manera esquemática, el razonamiento es este:
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Cuando yo me comporto de ciertas maneras, ese comportamiento va ligado a estados mentales.
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Otras personas se comportan de forma similar en circunstancias similares.
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Por tanto, es razonable pensar que también tienen estados mentales parecidos a los míos.
Pritchard reconoce que el argumento tiene fuerza intuitiva, pero no deja de señalar sus límites. Para empezar, se trata de una inducción, y como toda inducción, no ofrece garantías absolutas. Además, incluso si funciona, solo nos da probabilidad, no certeza. Y hay un supuesto más profundo que suele pasar desapercibido: que entendemos bien la relación entre conducta y mente al menos en nuestro propio caso, algo que tampoco es tan obvio como parece.
Con todo, el argumento por analogía sigue siendo una de las respuestas más influyentes al problema de otras mentes. No porque lo cierre definitivamente, sino porque muestra por qué, pese a las dudas filosóficas, seguimos considerando razonable la idea de que no estamos solos en el universo mental.
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